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Puebla siempre sorprende, pero pocos lugares tienen el encanto del Callejón del Sapo. En cada visita, sus colores, texturas y personajes parecen cambiar. Esta vez fui con mi familia: mi hija se perdió entre discos de acetato, mis hijos entre libros y juguetes antiguos, y mi esposa en los puestos de decoración. Yo, inevitablemente, terminé fascinado por las antigüedades.

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Caminar por esta calle es un viaje al pasado. Entre puestos improvisados aparecen figuras de cerámica, muñecos de trapo, esculturas de madera, máscaras, y objetos que parecen tener mil historias. Cada rincón ofrece una escena digna de ser fotografiada: la luz que cae sobre un rostro tallado, el brillo de una vasija, la mirada perdida de una muñeca vieja.

Con mi cámara Canon en mano, me propuse capturar ese universo nostálgico que mezcla lo cotidiano con lo extraordinario. Lo que más me inspira del Callejón del Sapo es su autenticidad: nada está dispuesto para la cámara, todo está ahí, esperando ser descubierto. Es un recordatorio de que la belleza se encuentra en los detalles más simples y en los objetos que guardan el alma del tiempo.

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