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Las Tomaseras

Tres mujeres hermosas, vestidas de deseo y envueltas en penumbra, convirtieron la noche de Bogotá en un tablero de ajedrez criminal. Entre copas de vino, cigarrillos encendidos y sonrisas calculadas, desplegaron un juego letal donde la seducción era la carnada y la escopolamina su arma más precisa.

Todo comenzaba igual: una mirada intensa en medio de un bar, una charla ligera que pronto se volvía confidencia, y la promesa de una noche diferente. Ellas ofrecían compañía, risas y un aire de complicidad irresistible. Los hombres caían sin resistencia, creyendo haber encontrado un instante de fortuna. Pero detrás de cada gesto había una estrategia fría. La copa adulterada sellaba el destino: el veneno actuaba rápido, borraba memorias, apagaba voluntades y abría la puerta al saqueo.

Cuando la víctima despertaba, si tenía suerte, lo hacía en una habitación vacía, sin billetera, sin teléfono, sin nada. Para algunos fue peor: terminaron en hospitales o, como se recuerda en casos dolorosos, sin vida. El mito urbano creció. En cada relato se repetía la misma fórmula: tres mujeres, la belleza irresistible y un desenlace de sombras.

Bogotá las bautizó con un nombre tan sonoro como temido: Las Tomaseras. No eran simples ladronas, eran estrategas del deseo, maestras del disfraz, sombras que usaban el placer como llave del crimen. Su historia se mueve entre la fascinación y el miedo, entre la sensualidad y el veneno. Y en cada rincón donde se pronuncia su nombre, queda la advertencia: incluso la belleza más perfecta puede ser el rostro de una condena.