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Hoy me levanté temprano, con esa sensación especial de que algo bonito podía pasar; el sol apenas asomaba entre las cortinas y ya podía sentir esa luz suave que tanto me gusta para salir a tomar fotos. Me preparé un café, revisé la batería de mi Canon 7D, y confirmé que la óptica Canon EFS 50-135mm estuviera limpia y lista. No tenía un destino fijo, solo las ganas de caminar, observar y dejarme sorprender.

Tomé mi mochila y salí rumbo a una zona verde que me gusta por su tranquilidad, a medida que avanzaba, el día se iba iluminando más, los sonidos de la mañana me acompañaban: pájaros, hojas moviéndose con el viento, insectos despertando.

Después de varias tomas y de dejarme llevar entre sombras y luces, me detuve frente a una flor que parecía arder en naranja bajo el sol. me agaché, ajusté el enfoque… y ahí estaban no uno, sino dos ejemplares, compartiendo el mismo manjar, sin prisa. 

Una escena que duró apenas segundos, pero que logré congelar con precisión gracias al lente y la sensibilidad de mi cámara.

Fue uno de esos momentos en los que todo se alinea: la luz, el ángulo, el sujeto… y tu ojo.  

Esa imagen no solo es una foto, es el resultado de una búsqueda, de una conexión con la naturaleza y de estar presente en el instante justo.

Por eso amo la fotografía. Porque te obliga a mirar, a detenerte… y a agradecer.